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Friday, September 28, 2007


NO HAY TIEMPOS DE PAZ

Victoria E. González M.


La creencia de que el mundo nunca volverá a ser el mismo luego del 11 de septiembre de 2001 se ha convertido en una de las verdades indiscutibles de los últimos tiempos. Si bien es cierto que luego de este suceso han ocurrido cientos de hechos mucho más cruentos, el simbolismo que encarna el derrumbamiento de las torres gemelas ante los impávidos ojos de millones de habitantes de la tierra y los posteriores desarrollos que ha tenido este ataque dan para creerlo.

Hablamos en principio del simbolismo porque para muchos se dio una analogía inmediata entre la caída lenta pero inevitable de toneladas de hierro y de cemento que conformaban las que hasta ahora parecían edificaciones inexpugnables que arañaban el cielo, con el comienzo del fin del imperio estadounidense. De igual manera, la forma como fueron destruidas las torres –con aviones comerciales cuya tripulación fue sometida con cuchillos de cocina y no con armas ultramodernas– representó para muchos una bofetada a la sofisticada tecnología que costó millones de dólares a occidente durante la famosa “Guerra de Galaxias” y que mantuvo al mundo entero en la cuerda floja durante más de una década.

En cuanto a los desarrollos de este hecho, mencionemos como primer elemento la consolidación de la llamada “guerra justa” preconizada por Estados Unidos (consolidación y no surgimiento porque ya habíamos visto su aparición en los primeros ataques contra Irak y en la guerra de Kosovo) en la cual la fuerza y la violencia se anteponen al derecho y a la política. De este modo, Estados Unidos plantea la guerra como única opción, como desagravio y como castigo para los enemigos que han cometido un acto de injusticia[1] y se justifica ante los ojos del mundo argumentando que las organizaciones supranacionales (La ONU por ejemplo) no entienden las “legítimas” razones de defensa[2], aunque para nadie es desconocido que la reacción de Estados Unidos y su aliado Inglaterra, solo enmascara la necesidad del control global por los recursos energéticos del mundo[3]. En esta situación la coacción y la fuerza toman el lugar de las leyes creadas para la resolución no violenta de los conflictos. Así las cosas, la daga pende sobre una gran parte de países –en particular del medio oriente– y también sobre los lugares de concentración de inmigrantes ubicados en ciudades estadounidenses o europeas, ya que pueden ser sorprendidos por intervenciones militares en busca de armas de destrucción. De igual manera, el peligro se cierne sobre los centros de poder económico, militar o político de occidente que en cualquier momento pueden ser blanco de atentados masivos.

Un segundo elemento post 11 de septiembre es el fortalecimiento de la “guerra difusa” que se caracteriza por la desaparición de los límites de los conflictos bélicos, lo cual significa una extensión de la guerra en el tiempo y en el espacio. En ella, como estrategia de ataque, desempeña un papel fundamental el miedo; por ende, todo ciudadano es un potencial enemigo, con más razón si tiene determinada nacionalidad o determinadas características físicas. El enemigo practica el terrorismo, una palabra con significado tan laxo que permite introducirse en cualquier discurso o contexto y usarse con total comodidad. El terrorismo no tiene una cara definida ni una bandera y puede aparecer en cualquier lugar, lo cual lo hace mucho más peligroso y por ende, autoriza a quienes se han propuesto la tarea salvadora de combatirlo a perseguirlo donde quiera que esté. De otra parte, se asocia necesariamente a la “violencia contra civiles inocentes”, algo que por obvias razones genera el rechazo de los ciudadanos de bien que habitan en una sociedad democrática y los aboca a una clara posición en favor de los buenos y en contra de los malos. Así las cosas, muchos conflictos pierden su estatus político y la violencia de los Estados y de los poderosos queda oculta.

A la luz de la guerra justa y de la guerra difusa encuentra nicho un argumento nada novedoso que sin embargo comienza a venderse nuevamente y que plantea la “superioridad occidental”, explicación que sin duda muestra un racismo orientado no solo a discriminar por razones étnicas sino a imponer definitivamente el modelo de producción y de consumo occidentales. La “superioridad” se plantea esencialmente desde el punto de vista moral y se fundamenta en la existencia en occidente de “valores superiores”, valores universales tales como los derechos humanos, el Estado de derecho, la democracia y la equidad de géneros, lo que le da a este lado del mundo el carácter de civilizado. Lo anterior plantea por lo menos un par de contradicciones, la primera de ellas nos muestra como el derecho internacional se vuelven una prenda de “quita y pon” que sirve solo para cuando se necesita respaldar un argumento. La segunda nos habla de los derechos humanos como valor universal, lo que intrínsecamente implica un desconocimiento de la etnodiversidad. Y aquí surge la mayor de las paradojas que se puede expresar coloquialmente de esta manera: el otro es inferior porque no es como nosotros, si lograra ser como nosotros podría ser civilizado y por ende aceptado, sin embargo, jurídicamente no permitiremos que sea como nosotros y para ello impondremos toda suerte de escollos[4].

Foucault, la guerra y el racismo

El breve razonamiento expuesto anteriormente sin duda evoca a Michel Foucault hablando acerca de la guerra y del racismo.
Foucault considera que “No hay un foco único del que salgan como por emanación todas las relaciones de poder, sino un entrelazamiento de éstas, que en suma, hace posible la dominación de una clase sobre otra, de un grupo sobre otro”[5]. Explica que en el surgimiento de un nuevo discurso histórico-político a finales del siglo XVI sobre la sociedad y sus implicaciones, la guerra se plantea como una relación social permanente, y como base de las instituciones y de las relaciones de poder. En este discurso la ley surge de la guerra, guerra que permanece después de la creación de los Estados. La sociedad por su parte se encuentra inmersa en la lucha, y cada uno de sus miembros tiene una posición determinada que defender, aquí tiene origen la guerra de las razas.
Lo primero que encontramos en común entre las ideas de Foucault y los conflictos que se desarrollaron luego del 11 de septiembre es que en ellos no se muestra la hegemonía de uno o dos países poderosos que ejercen una dominación unilateral sobre otro, el más débil; por el contrario, vemos el encadenamiento de una serie de sucesos cuyos antecedentes tienen como base la necesidad de imponer una estrategia global, cuyo único fin es permitir a los propietarios de capital hacer mayores y más diversificadas inversiones[6]. Para el investigador Remy Herrera, existe una situación que ha arrastrado al sistema mundial capitalista a una crisis económica y que por tanto, obliga a Estados Unidos a obtener nuevas fuentes de financiación para iniciar un nuevo ciclo de acumulación capitalista. La guerra ha sido la estrategia más socorrida para lograr esa redinamización capitalista, sin embargo, no han sido suficientes Yugoslavia, Kosovo ni el Golfo Pérsico[7]. La guerra es constante, por ende, nadie puede hablar de tiempos de paz, quizá eventualmente podría hablarse, en lugar de paz, de situaciones de excepción que solo sirven para replantear nuevas estrategias bélicas.
De otra parte, la teoría de la guerra de razas planteada por Foucault bifurca su camino en una dirección biológica y en otra dirección de clases. Foucault muestra como un discurso que ataca al poder establecido, pasado un tiempo es asimilado y utilizado por este poder. Anterior a este fenómeno, hay un cambio de creencia: se pasa de la distinción entre una raza exterior y otra interior al cuerpo social, a pensar en una misma raza dentro del cuerpo social que se divide en una súper raza y una sub raza; la primera, vinculada al poder y a la norma y la segunda vista como amenaza al patrimonio biológico. En esta creencia se basa la aparición, a comienzos del siglo XX, del racismo de Estado definido por Foucault como “un racismo que una sociedad ejerce sobre sí misma, sobre sus propios elementos, sobre sus propios productos; un discurso interno, el de la purificación permanente, que será una de las dimensiones fundamentales de la normalización social”[8]. El racismo surge cuando el discurso de la lucha de razas se transforma en un discurso biológico. La sociedad que anteriormente se encontraba escindida por asuntos concernientes a la raza se divide por la amenaza de aparición de elementos diversos. De esta manera el Estado se convierte en un guardián de la sociedad, en el encargado de garantizar la pureza de una sola y verdadera raza. La aparición del biopoder que Foucault expresa como “el poder que se hizo cargo del cuerpo y de la vida en general con el polo del cuerpo y el polo de la población” hizo que el racismo se implantara en el Estado: El nuevo derecho consistía en hacer vivir o dejar morir: “la muerte, el imperativo de muerte, solo es admisible en el sistema de biopoder si no tiende a la victoria sobre los adversarios políticos sino a la eliminación del peligro biológico y al fortalecimiento, directamente ligado a esa eliminación, de la especie misma o la raza. La raza, el racismo, son la condición que hace aceptable dar muerte en una sociedad de la normalización”. El racismo entonces divide la masa que domina el biopoder entre normal de la especie y lo anormal, de este modo la muerte del otro tiene justificación en la medida en que se convierte en una amenaza no para un individuo sino para toda la raza (no ya al individuo).
La teoría de Foucault en este punto tiene gran vigencia dentro de la situación actual. En primer lugar hablamos de un discurso que cada vez es más familiar, el discurso de la “purificación permanente” que en el caso estadounidense ya habíamos conocido en la época del marcartismo. El enemigo está afuera pero también existe un enemigo potencial internamente en cada miembro de la sociedad, que hay que descubrir y eliminar. Se justifican entonces todo tipo de restricciones a las libertades individuales en un país que se precia de tener las mayores garantías en este tema o las persecuciones a ciudadanos nativos con ancestro “peligroso”.
En segundo lugar recordamos la idea Foucoultiana del poder atómico, un poder de soberanía que mata y que tiene la capacidad de matar la vida misma. Aquí pensamos sin duda en la multiplicación de armas biológicas súper desarrolladas o en el uso de armas rudimentarias letales como el fósforo blanco por parte de las potencias. Del lado de sus opositores, vemos como respuesta la proliferación de atentados suicidas y de ataques selectivos a blancos masivos. Este es el exceso de biopoder, cuando el ser humano tiene la posibilidad de disponer de la vida, de fabricar lo monstruoso encarnado en virus incontrolables y totalmente devastadores.
En tercer lugar, es claramente aplicable el amplio sentido que da Foucault a la muerte en este conflicto post 11 de septiembre “Que quede bien claro que cuando hablo de ‘matar’ no pienso simplemente en el asesinato directo, sino en todo lo que puede ser también muerte indirecta: el hecho de exponer a la muerte o de multiplicar para algunos el riesgo de muerte, o más simplemente la muerte política, la expulsión", explica Foucault. La población civil expuesta a diario a atentados, la expulsión y persecución de inmigrantes que por su origen se ven discriminados; las condiciones infrahumanas en las que inmigrantes deben vender su fuerza de trabajo son el reflejo de esta muerte indirecta.

BIBLIOGRAFÍA

FOUCAULT, Michel. “Hay que defender la sociedad”. Fondo de Cultura Económica, 2001.

FOUCAULT, Michel. Microfísica del poder. Ediciones de La Piqueta. Buenos Aires, 1992.

FOUCAULT, Michel. Saber y verdad. Ediciones de La Piqueta. Buenos Aires, 1992.

GARRIDO, Fernando. La guerra difusa, los disruptores conceptuales y humanitarismo militar. www.ifs.csic.es/foro/Pena2.pdf

HERRERA, Remy. Bajo la mundialización, crisis y guerra. En Revista Nómadas No 19. Octubre 2003.


BRIEGER, Pedro. Del 11 de septiembre a la ocupación de Irak. En Revista Nómadas No 19. Octubre 2003.




[1]Para justificar el ataque a Afganistán desempeñó un papel fundamental la satanización del enemigo encarnado en Osama Bin Laden, tal como ocurrió años atrás con Mohamed Khadafi quien posteriormente pasó de villano a amigo gracias a las negociaciones de Inglaterra con Libia para la adquisición de petróleo.

[2]Para responder a los ataques de Afganistán Estados Unidos se amparó en el artículo 51 del capítulo 7 de la carta de las Naciones Unidas que le da a un país el derecho a responder a una agresión, esto solo como medida provisional hasta que el Consejo de seguridad tome los recaudos que crea pertinentes.

[3]Se ha determinado que Estados Unidos es el primer país consumidor de petróleo con un 25% de la producción total. Algunos estudios afirman que si tuviese que producir lo que consume sólo tendría petróleo para 4 años.

[4] Ejemplo de lo anterior son sin duda los hechos ocurridos en Francia a finales del año 2005 en los cuales se produjeron varios ataques por parte de franceses de origen argelino que reclamaban sus derechos como ciudadanos de su país ante la actitud discriminatoria del gobierno central.

[5] FOUCAULT, Michel. “Hay que defender la sociedad”. Página 249.

[6] Tal como lo explica el internacionalista Pedro Brieger, la ocupación de Irak no sólo estaba pensada con el fin de acceder directamente al petróleo sino también la infraestructura del Estado iraquí. Esto se explica por el hecho de que la Casa Blanca otorgó mediante la Agencia Internacional para el Desarrollo AID la reconstrucción de toda la infraestructura de Irak (carreteras, aeropuertos, escuelas…) a empresas estadounidenses y de otros países del mundo, semanas antes de su destrucción a causa de los bombardeos, esto mientras en la ONU debatía sobre la conveniencia o no de declarar la guerra.

[7] HERRERA, Remy. Bajo la mundialización, crisis y guerra. En Revista Nómadas No 19. Octubre 2003.
[8] Ibid.

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